En 1871, el escritor Auguste Bretagne descubrió en el cuarto donde vivía en Montmartre un libro, "Los cantos de Maldoror", escrito por el excéntrico poeta, fallecido un año antes en esta misma habitación, Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont. Profundamente impresionado por la lectura de estos poemas, Bretagne tratará de desentrañar todos los misterios que se esconden detrás de este intrigante poeta y de esa enigmática habitación. Un original subtítulo –que la anuncia como la primera novela gráfica, publicada en 1874, por fin en su edición íntegra- y una fascinante sinopsis (en la que se relata cómo, por azar, fue descubierta gracias a la aparición, en tierras australianas, de un maltrecho ejemplar fechado en 1921) se constituyen como la atractiva carta de presentación de El Cuarto de Lautréamont, una obra que, por concepción y desarrollo, difícilmente dejará indiferente a los amantes del Noveno Arte.
Presentada como una novela gráfica de tintes autobiográficos firmada por los olvidados Auguste Bretagne y Eugène de T.S. –a quienes se atribuye la invención del cómic, que ellos describirían como figuración poético-narrativa- y restaurada en su totalidad, y no sin un ingente esfuerzo, por los autores franceses Corcal y Edith, El Cuarto de Lautréamont traslada al lector a la fascinante y bohemia París de los años setenta del siglo XIX. En esa ciudad, poblada por artistas variopintos, inclinados a una vida de excesos y, sobre todo, ávidos por hallar la inspiración que convirtiera sus trabajos en obras inmortales, reside Auguste Bretagne, un escritor de folletines al que el destino llevará a residir en la habitación donde, tan sólo un año antes, falleciera un poeta maldito en vida, Isidore-Lucien Ducasse, más conocido como el Conde de Lautréamont, autor de los inquietantes Cantos del Maldoror, un poema en prosa, dividido en seis partes, del que apenas se editaron unos pocos ejemplares en vida del autor, pero que años más tarde, tras su fallecimiento, sería rescatado del olvido por algunos de los más importantes artistas surrealistas, convirtiendo así a Ducasse en uno de los precursores de aquel movimiento artístico.
Obsesionado con la obra de Ducasse –que hallará íntegra en su habitación, en un baúl dejado por su antiguo inquilino-, Bretagne se irá sumergiendo en un ambiente onírico, un mundo en el que la línea divisoria entre realidad y ficción desaparece, haciendo que al lector le resulte difícil distinguir entre personajes tan reales como el poeta Charles Rimbaud o el polifacético Charles Cros. En la consecución de ese ambiente irreal no sólo pesa, sin embargo, el desarrollo de una historia que es, cuando menos, atípica, sino también su articulación a través de un dibujo que, aunque de trazo depurado, elegante y realista, cuenta con no pocos elementos caricaturescos. A todo ello habría que añadir que esa atmósfera de ensueño por la que transitan los personajes, reales y ficticios, se ve además beneficiada por el magnífico uso que sus autores hacen de una paleta de apagados colores que, además de conceder a la obra una pátina de antigüedad, convierten algunos de sus pasajes en escenas totalmente hipnóticas.
Sin embargo, y más allá de los aciertos reseñados, el más excelso de los ingredientes de cómic es, sin duda alguna, su mero planteamiento, una idea que, si bien no nueva –con El proyecto de la Bruja de Blair, Daniel Myrick y Eduardo Sánchez partieron de una premisa muy similar-, en formato cómic resulta absolutamente fascinante, especialmente porque da pie a pasajes tan acertados como la escena del incendio –supuestamente censurada en su momento y recuperada más tarde por Edith & Corcal- y el increíble epílogo, punto y final de una novela gráfica excepcional.